Tras varios años de enseñar Un Curso de Milagros, una enseñanza de alto carácter espiritual, me di cuenta de que la mayoría de mis alumnos eran incapaces de perseverar en su aprendizaje. No sentían realmente la llamada de lo trascendente; simplemente querían ser felices. Muchos ni siquiera aspiraban a tanto: llegaban desgarrados por los avatares de la vida y se conformaban con no sufrir.
Todo camino genuinamente espiritual comienza ya desde un nivel elevado. No es conveniente, e incluso puede ser peligroso, aventurarse en tales parajes sin haber alcanzado antes una maestría básica de la mente. Antes de intentar volar tan alto, es imprescindible aprender al menos a caminar erguido. Para ello, es necesario identificar y superar una serie de sesgos cognitivos —formas erróneas de pensar— que afectan a la mayoría de las personas. Una mente sana es una mente feliz y capaz. Alcanzar ese estado requiere aprender a utilizar la mente de manera racional, y ese es el propósito del curso El Arte de Vivir.
Siguiendo con mi historia, un día —no sé por qué— me encontré diciéndoles a mis alumnos que iba a empezar a enseñar algo completamente diferente. Los domingos continuaría con la enseñanza no dualista de Un Curso de Milagros, pero los viernes los dedicaría a una enseñanza estrictamente práctica cuyo único objetivo sería la consecución de la felicidad. En realidad, no tenía ni idea de lo que iba a hacer; lo único que sabía era que tenía que hacerlo y que lo haría. Y de la nada surgió el nombre del curso: El Arte de Vivir. Ese fue el punto de partida.
Anuncié el curso en mi localidad y fijé una fecha de inicio con la vaga certeza de que se me ocurriría algo que tuviera sentido y utilidad. Unos días antes de la primera exposición, mientras paseaba por la playa, me pregunté de qué iba a hablar en esas charlas. Entonces, una idea aceptable vino a mi mente: ¿qué es la felicidad? Dejé que el pensamiento fluyera por sí solo, y poco a poco se fue configurando en un discurso coherente y lleno de sentido. Volví a casa y comencé a escribir lo que había surgido en mi mente.
Todas las charlas que di durante ese año en que se impartió el curso se gestaron de la misma manera: me hacía una pregunta sobre algún tema interesante y esperaba, confiando en que algo llegaría. Sin saberlo, estaba entrenando mi mente para confiar en su enorme potencial. Este método nunca me falló, y lo más sorprendente fue que las ideas que iban apareciendo eran, o bien completamente nuevas, o reformulaciones de ideas antiguas, pero expuestas desde una perspectiva diferente.
Soy plenamente consciente de que el primer alumno de esas charlas fui yo, y también el que más aprendió de todos los que asistieron al curso. Ahora aplico siempre con éxito las ideas allí expuestas en mi vida personal, sin que entren en conflicto con lo que mi formación mística me ha enseñado, aunque se trate de sistemas de pensamiento que operan en ámbitos distintos. De hecho, una de las razones básicas por las que enseño este curso es porque quiero aprenderlo aún mejor yo mismo.
Creo que lo más valioso que aprendí con esa experiencia no fueron las ideas que presentaba, sino el arte de concebirlas a partir de una simple pregunta. Esta forma de proceder la he utilizado desde entonces, tanto en mi trabajo de exégesis de Un Curso de Milagros como al enseñarlo. No me atrevo a decir que escucho una voz celestial cuando mi mente funciona de esa manera, porque no tengo certeza de que así sea. Lo llamo simplemente el «arte de apartarse»: dejar de usar mis viejas rutinas de pensamiento (si es que se puede llamar pensar a eso) y situarme en mi mente «correcta».
La experiencia me ha enseñado que la mente tiene una dimensión transpersonal con un potencial ilimitado, y este curso solo pretende llevar a sus alumnos hasta las puertas de esa infinitud.
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